Por las calles de Londres, bisturí en mano, rondaba un destripador al que apodaban Jack. Las sociedades secretas bullían de esoterismo, mientras Madame Blavatsky brindaba lecciones de teosofía en tertulias multitudinarias. Proliferaban médiums, psíquicos, tarotistas. Las respuestas parecían radicar en la ciencia y su ola positivista, pero las preguntas se teñían de oscuridad porque lo oculto estaba de moda. No podía ser otra la fragua de la que emanaría el más famoso de los personajes de la época: una ciudad subyugada por las sombras, cuando el siglo XX estaba a la vuelta de la esquina pero el XIX se negaba a dejar el escenario. Un día como hoy, pero de 1847, nacía Bram Stoker, el padre de la criatura. Medio siglo más tarde se publicaba “Drácula”.
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Stoker no era inglés, sino irlandés, oriundo de Clontarf. Y “Drácula” es un rompecabezas que fue armando con el correr de los años, a medida que pulía el estilo y, sobre todo, la escucha. Entre los pliegues del libro -esa “aburrida novela gótica”, como la calificaron infinidad de veces-, en forma de susurros Stoker cuela las voces que lo ayudaron a moldear al chupasangre por excelencia. Charlas privadas, íntimas, propias de un hombre de bajísimo perfil, más dado a tomar notas que a revelar sus sentimientos. “Drácula” terminó siendo una ensalada de folklores, tradiciones y apuntes históricos varios. Extraordinaria en comparación con el resto de la obra periodística y literaria de Stoker, como si un pacto sobrenatural hubiera obrado el milagro (aunque “La dama del sudario” también está bastante bien). Eso sí: cuando Drácula se convirtió en un fenómeno de masas Stoker llevaba largo tiempo muerto.
Crítica de “Drácula”: el mejor vampiro en muchos años* * *
El recato victoriano precisaba vías de escape y el erotismo campante en “Drácula” lo demuestra. Sin dudas lo fue para Stoker, de cuya sexualidad sobran las conjeturas. Había conocido a su esposa Florence Balcombe por medio de Oscar Wilde -tal vez su mayor exégeta- y se sabe que tras el nacimiento de un único hijo -Irving- el matrimonio prácticamente no volvió a tener relaciones. Stoker murió de sífilis, contraída según sus biógrafos durante las periódicas visitas a un prostíbulo. Poco antes se había expresado pública y vehementemente en contra de la homosexualidad, lo que se leyó a la luz de la historia como una sobreactuación de manual.
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Stoker había trabajado como crítico teatral para otro escritor irlandés, Sheridan Le Fanu, dueño del Dublin Evening Mail. Le Fanu era el autor de “Carmilla”, fascinante novela gótica de terror protagonizada por una vampiresa (lesbiana, para más datos), cuyos orígenes podían rastrearse en Erzsébet Báthory. Cuenta la leyenda que esta condesa húngara se bañaba en la sangre de jovencitas, preferentemente adolescentes, para mantenerse eternamente joven. No era una vampiresa, sino una psicópata/asesina serial. Stoker sumó a Ruthven, protagonista de “El vampiro”, obra que John Polidori pergeñó a expensas del ajenjo que Lord Byron servía en su mansión de Villa Diodati. Mientras Polidori le daba forma a “El vampiro”, en una habitación contigua Mary Shelley esbozaba los palotes de su “Frankenstein”. Era el inolvidable verano de 1816.
Los riesgos de ser un vampiro* * *
Nutrido de esas lecturas, Stoker se convenció de que debía escribir sobre un vampiro y, lo más importante, llevarlo al Londres decimonónico que parecía construido a su medida. Pero le hacía falta contexto y allí entró en escena una figura determinante: Ármin Vámbéry. Se trata de un personaje novelesco, típico nieto de la Ilustración e hijo de la Revolución Industrial. Culto, curioso, intrépido, magnético, viajero incansable, Vámbéry era un verdadero y erudito hombre de mundo. Había recorrido Europa Central, Medio Oriente y el Asia exótica y profunda absorbiendo idiomas y culturas. Fue Vámbéry quien le habló a Stoker de Transilvania, de un antiguo y sanguinario príncipe llamado Vlad Tepes -“El Empalador”- y de los mitos sobre vampirismo que relataban los ancianos al calor de los fogones en las heladas noches de los Cárpatos. Bingo.
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Durante abril de 1912 los periódicos dedicaban páginas y páginas a un tema excluyente. El Titanic se había pido a pique en el Atlántico norte y el mundo se preguntaba cómo y por qué. ¿A quién podía interesarle la noticia sobre la muerte de un escritor irlandés llamado Bram Stoker?
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El 25 de diciembre próximo se estrenará “Nosferatu”, dirigida por Robert Eggers y con Bill Skarsgård (quien encarnó al payaso Pennywise en las pelis de “It”) en la piel del Conde Orlok. Es una remake de la primera adaptación de la novela de Stoker, que data de 1920 y cuyo protagonista no se llamó Drácula por una cuestión de derechos. En esa ocasión a Orlok le dio vida Max Schreck, en una de las actuaciones más sobrecogedoras de la historia del cine (se dice que Schreck llegó a meterse tanto en el papel que se convenció de que era realmente un vampiro y aterrorizaba a todos en el set). Aquel “Nosferatu”, clásico de clásicos, le abrió la puerta de la popularidad a Drácula y al compás de incontables adaptaciones el cine sacó a Stoker del ostracismo hasta conferirle el prestigio del que no había gozado en sus tiempos. Así suele funcionar la historia.